Red.

Ayer en el parque a Luca lo empujaron y aterrizó de frente en el borde de un tobogán. Él no llora casi nunca, lo tomé en los brazos, lo besé, y me llamó la atención que no dejara de llorar. Todo esto en un instante. El mismo instante en que miré la mano con la que lo acercaba hacia mi pecho.

Hay momentos que descuadran, se mueve la cámara, tiembla el paisaje.

Caminé hacia la fuente de agua con él cargado y le lavé la herida, sangre caos a un ritmo y velocidad que atenué con presión. La presión soluciona. Y yo soy fuerte. Agua. Más agua más rápido. Más agua más rápido y al final la imagen temida, profunda, oscura.

La ciudad se me hizo desconocida, arisca. Me encontré pensando Taxi, pensando coche, pensando dejar el coche y de nuevo pensando taxi. Con los cables pegados, sea lo que sea que sean los cables pegados, supongo que es una expresión mecánica.

Caminé hacia una sala de emergencia cercana. Aprendí que Urgent Care no es lo mismo que Emergency Room. La ciudad en la que un hijo tuyo sangra es siempre una ciudad lejana, la ciudad en la que te desvelas por la impronta de su sangre en tu mano, es siempre ajena. Pienso en la herida de ayer y pienso en el cráter que deja a las madres perder un hijo. Lo pienso flash. Lo borro. Miedo.

No escribes un libro titulado «Ana no duerme» de gratis. Pasé la noche despierta. Pasé la noche mirándome la mano. Retrocediendo cuadro a cuadro la caída y rediseñándola. Cinco inches, que no sé cuánto son en centímetros pero estoy segura que bastarían, y así los pensé: cinco inches más acá o más allá, y Luca no termina wounded. No tendría la huella. Seguiría como nuevo. (A wide open cut? me preguntó el pediatra por teléfono antes de mandarme a get some stitches).

Así estuve. Preguntándome por qué formulaba la duda imposible en una medida que no logro imaginar, o mejor dicho, que justo aprendí a medir ayer, pues ahora que lo pienso escuché en el parque que la herida tenía aproximadamente un inch. Y eso ya no se me olvida, cuánto mide un inch ya forma parte de mi memoria afectiva. Cómo haces tuya una ciudad también se explica así, eso que parece arisco de pronto se te entrega con el lomo bajo.

La madre del niño que empujó a Luca caminó conmigo, me mostró dónde quedaba la Emergencia, a pie, y nos hizo compañía. Se quedó con nosotros. Nuestros tres hijos terminaron jugando durante el camino y también mientras esperábamos que nos atendieran.  Ella cuidó a Mateo mientras al pequeño le cosían la cabeza y llegaba la abuela Tenana. Cuando salimos del consultorio Luca me preguntó por su nuevo amigo, que ya se había ido. No te preocupes, le dije, lo veremos mañana en el parque. Ahora tenemos un amigo nuevo, pensé, celebrando la ausencia de rencor, la facilidad con la que dos almas pequeñas se encuentran y se aceptan a pesar de la violencia. Así se cura la gente, pensé. Le dije lo veremos mañana sin estar muy segura pero callando la duda.

Mientras todo esto pasaba dos veces sonó mi teléfono. En medio del momento más álgido, cuando mojaba mi mano en la fuente de agua y veía las manchas de sangre sobre la camisita amarilla, miré como hacia un horizonte cálido el fondo del parque. Miré sin ver los rostros de dos o tres adultos en aquel momento desinformados de lo que pasaba afuera pero con quienes sabía que podía contar. En medio del vaho supe que no era del todo periférica. Tengo una vida extranjera, en una ciudad enorme de la que conozco unos bolsillos apenas y en la que hablo algunos días más español que inglés. Y no me sentí periférica. La humanidad, la comunión de los hijos en una comunidad, tiene más fuerza que el miedo, que la extranjería, que la extrañeza.

Luca

mi niño intuición

lúcido desde mi carne desde siempre, desde su propio nombre,

(siempre lo supe, que me mostraría más de lo que puedo imaginar mirar),

ahora duerme.

Todo está en orden en mi geografía.

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